-¿que queda ahora? ¿que queda? Tengo ya los ojos tan secos,
tan secos como la arena del desierto, ¿cómo me volví un desierto si yo quería
ser mar? ¿qué queda ahora? ¿qué queda?-
Sámuel pasaba las noches recostado en la cama sobre su lado derecho, una
pequeña cama individual que tenia meses con el colchón desnudo. Pegada al muro
que tenia la ventana y que era la razón por la que siempre se recostaba sobre
el lado derecho, el lado que permitía que la Luna le sonriera mientras Sámuel
le susurraba las cenizas de los latidos que no había conseguido latir, de vez
en cuando la Luna había rozado con sus frías manos una pequeña lagrima que
iluminaba la obscuridad de aquella habitación mientras recorría el rostro de
Sámuel para terminar absorbida por una de sus manos.
Cuando sonaba la alarma a las tres de la madrugada, Sámuel
sabia que le quedaban solo quince minutos mas para poder seguir platicando con
la Luna a través de esa pequeña ventana, entonces se desenrollaba sobre el
colchón, y se levantaba con los pies descalzos, otro de sus malos hábitos
nocturnos era acostarse con la ropa que había tenido durante el día, así que
después de levantarse solo se calzaba los pies y tomaba el abrigo que estaba
colgado en la puerta, apresurado llegaba a la cocina y llenaba una taza con
café, avanzaba a la puerta del frente y tomaba las llaves y los cigarros antes
de salir, a las tres con veinte minutos la sobra de Sámuel se deformaba sobre
las piedras de una calle que daba a la playa, el camino empedrado se volvía
arena clara que absorbía de vez en cuando algunas gotitas de café.
Dejaba los zapatos siempre escondidos dentro del mismo
macetón que servía de jaula para una palmera enana y que no escara, lo que
convenía a Sámuel porque si aquella palmera decidiera sacar sus raíces y escaparse
alguna noche, nadie le cuidaría sus zapatos y tendría que regresar descalzo a
casa si las raíces de aquella palmera fueran del mismo tamaño que sus pies, una
palmera con zapatos recorriendo las calles de aquel pueblo seria algo bastante
inusual, eran este tipo de tonterías las que Sámuel se pasaba pensando para divertirse y acompañarse
él solo.
Pero también estas tonterías le ayudaban a evadir el dolor
que tenia por dentro, ese que rellenaba el pecho de Sámuel de cenizas, cenizas
de latidos que nunca pudo latir, cenizas que quedaban después que las mentiras
y decepciones le hacían arder algún latido y tres o cuatro lagrimas, después de
aquellos incendios aparecían tres puños exactos de ceniza dentro de su pecho,
lo que le había vuelto cada vez un tipo mas pesado.
¿recuerdas los besos? ¿recuerdas esa sensación de nervios y
miedos, ese secreto deseo de que en aquel pequeño pero intenso acto que es un
beso, dos almas se digan los latidos que tienen dentro intentando reconocerse,
intentando complementarse, intentando ser uno, y a veces ninguno, o solo dos,
dos extraños, dos perdidos, dos ajenos, dos diciéndose adiós, pero pese a eso,
pese al adiós, siempre queda esa sensación o suplica de al menos haber dejado
un buen recuerdo, y que no duela si se puede, si no se puede pues ni modo, el
arrepentimiento duele mas que muchas otras cosas y la idea de ser un patán para
alguien que no quiso serlo nunca es como una espina que no puedes sacar nunca,
entonces te arrepientes, te arrepientes y duele, aunque haya sido un buen beso,
pero ya duele y deja de serlo para volverse esa espina que tendrás clavada toda
la vida.
Ese dolor que causa la espina es como oxigeno para una flama
y cuando arde un latido que no se sintió, que no se encontró, que no pudo hacer
tanto eco como para tumbar alguna coraza de alguno de los protagonistas del
beso, entonces el dolor de esa espina alimenta aquel incendio que hace que
después de unos días aparezcan tres puños exactos de ceniza, Sámuel no había
besado tanto, porque precisamente le tenia miedo a las espinas que quedaban
cuando no podían reconocer algo dentro de él que valiera la pena sacar en un
beso, además de que los besos siempre le habían parecido algo especial, y
además, además de todo, él pensaba que no era necesario besar a alguien para
reconocer un latido.
Muy pocos besos, pero decepción tras decepción, mentira tras
mentira, Sámuel se había llenado de cenizas por dentro, ya no sabia que
decepción pesaba mas, si la decepción que sentía cuando alguien a quien
comenzaba a querer le veía insuficiente como para convertir aquel pequeño
sentimiento en algo mas grande, o la decepción hacia el mismo tras cada
fracaso, esa decepción que le hacia saber que no podría ser suficiente nunca,
que hasta los recuerdos de amores pasados podían valer mas que los recuerdos
que él sembraba devotamente, esa decepción que le hacia saber que no valía la
pena hacer las cosas que se hacen por amor, no grandes cosas, solo esos
pequeños detalles que te hacen saber que eres especial para alguien, ese cerrar
puertas pasadas, ese dejar de recordar y comparar el día de ayer, porque sabes
que en ese momento, en el hoy, ese hoy al lado de quien amas te hace sentir que
todo es diferente, que todo es nuevo, que todo es por primera vez y sobre todo,
que nunca antes habías vivido algo tan fuerte y sientes que tu vida apenas
comienza cuando le miras a los ojos a esa persona que te hace latir.
Sámuel nunca había podido conseguir que le vieran así, que
le sintieran así, lo que le había hecho comprarse la idea de que quizás todos
estábamos hechos de cenizas y que a medida que nos íbamos llenando de latidos
aquellas cenizas se escapaban en cada suspiro, tras un beso, para llenar
el espacio dentro con aire, con el sonido de un latido, con los nervios de un
beso, con la excitación de una caricia, y así poco a poco la gente se volvía
ligera, tan ligera que en algún momento comenzaban a despegar los pies del
suelo con el mínimo viento que soplara por las tardes de otoño, él decía que
por eso en otoño se caían las hojas de los arboles, porque tanta gente flotando
de un lado a otro con la fuerza del viento hacia que chocaran contra las copas
de los arboles hasta desprenderles el follaje, -debe ser que el frío del otoño
les hace mas vulnerables a la necesidad de abrazos y besos tibios llenos de
latidos- eso pensaba él.
Convencido de que dentro de él no había aire de latidos y en
cambio estaba relleno de cenizas, salía por las madrugadas a caminar a la
orilla del mar, esperando que alguna ola lo desmoronara, o que el viento que agita la marea decidiera
golpearlo hasta desvanecerlo, una noche, esta noche, pasaron ambas cosas, y mientras
pasan, se escucho un latido tan fuerte que la palmera enana que custodiaba los
zapatos de Sámuel estuvo tentada a meter sus raíces en aquel par de zapatos
para echarse a correr, pero los pies de Sámuel eran muy pequeños y la arena
dentro de aquel macetón era mas suave y blanda que las pierdas de la calle.