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marzo 10, 2013

CENIZAS




-¿que queda ahora? ¿que queda? Tengo ya los ojos tan secos, tan secos como la arena del desierto, ¿cómo me volví un desierto si yo quería ser mar? ¿qué queda ahora? ¿qué queda?-  Sámuel pasaba las noches recostado en la cama sobre su lado derecho, una pequeña cama individual que tenia meses con el colchón desnudo. Pegada al muro que tenia la ventana y que era la razón por la que siempre se recostaba sobre el lado derecho, el lado que permitía que la Luna le sonriera mientras Sámuel le susurraba las cenizas de los latidos que no había conseguido latir, de vez en cuando la Luna había rozado con sus frías manos una pequeña lagrima que iluminaba la obscuridad de aquella habitación mientras recorría el rostro de Sámuel para terminar absorbida por una de sus manos.

Cuando sonaba la alarma a las tres de la madrugada, Sámuel sabia que le quedaban solo quince minutos mas para poder seguir platicando con la Luna a través de esa pequeña ventana, entonces se desenrollaba sobre el colchón, y se levantaba con los pies descalzos, otro de sus malos hábitos nocturnos era acostarse con la ropa que había tenido durante el día, así que después de levantarse solo se calzaba los pies y tomaba el abrigo que estaba colgado en la puerta, apresurado llegaba a la cocina y llenaba una taza con café, avanzaba a la puerta del frente y tomaba las llaves y los cigarros antes de salir, a las tres con veinte minutos la sobra de Sámuel se deformaba sobre las piedras de una calle que daba a la playa, el camino empedrado se volvía arena clara que absorbía de vez en cuando algunas gotitas de café.

Dejaba los zapatos siempre escondidos dentro del mismo macetón que servía de jaula para una palmera enana y que no escara, lo que convenía a Sámuel porque si aquella palmera decidiera sacar sus raíces y escaparse alguna noche, nadie le cuidaría sus zapatos y tendría que regresar descalzo a casa si las raíces de aquella palmera fueran del mismo tamaño que sus pies, una palmera con zapatos recorriendo las calles de aquel pueblo seria algo bastante inusual, eran este tipo de tonterías las que Sámuel se  pasaba pensando para divertirse y acompañarse él solo.

Pero también estas tonterías le ayudaban a evadir el dolor que tenia por dentro, ese que rellenaba el pecho de Sámuel de cenizas, cenizas de latidos que nunca pudo latir, cenizas que quedaban después que las mentiras y decepciones le hacían arder algún latido y tres o cuatro lagrimas, después de aquellos incendios aparecían tres puños exactos de ceniza dentro de su pecho, lo que le había vuelto cada vez un tipo mas pesado.

¿recuerdas los besos? ¿recuerdas esa sensación de nervios y miedos, ese secreto deseo de que en aquel pequeño pero intenso acto que es un beso, dos almas se digan los latidos que tienen dentro intentando reconocerse, intentando complementarse, intentando ser uno, y a veces ninguno, o solo dos, dos extraños, dos perdidos, dos ajenos, dos diciéndose adiós, pero pese a eso, pese al adiós, siempre queda esa sensación o suplica de al menos haber dejado un buen recuerdo, y que no duela si se puede, si no se puede pues ni modo, el arrepentimiento duele mas que muchas otras cosas y la idea de ser un patán para alguien que no quiso serlo nunca es como una espina que no puedes sacar nunca, entonces te arrepientes, te arrepientes y duele, aunque haya sido un buen beso, pero ya duele y deja de serlo para volverse esa espina que tendrás clavada toda la vida.

Ese dolor que causa la espina es como oxigeno para una flama y cuando arde un latido que no se sintió, que no se encontró, que no pudo hacer tanto eco como para tumbar alguna coraza de alguno de los protagonistas del beso, entonces el dolor de esa espina alimenta aquel incendio que hace que después de unos días aparezcan tres puños exactos de ceniza, Sámuel no había besado tanto, porque precisamente le tenia miedo a las espinas que quedaban cuando no podían reconocer algo dentro de él que valiera la pena sacar en un beso, además de que los besos siempre le habían parecido algo especial, y además, además de todo, él pensaba que no era necesario besar a alguien para reconocer un latido.

Muy pocos besos, pero decepción tras decepción, mentira tras mentira, Sámuel se había llenado de cenizas por dentro, ya no sabia que decepción pesaba mas, si la decepción que sentía cuando alguien a quien comenzaba a querer le veía insuficiente como para convertir aquel pequeño sentimiento en algo mas grande, o la decepción hacia el mismo tras cada fracaso, esa decepción que le hacia saber que no podría ser suficiente nunca, que hasta los recuerdos de amores pasados podían valer mas que los recuerdos que él sembraba devotamente, esa decepción que le hacia saber que no valía la pena hacer las cosas que se hacen por amor, no grandes cosas, solo esos pequeños detalles que te hacen saber que eres especial para alguien, ese cerrar puertas pasadas, ese dejar de recordar y comparar el día de ayer, porque sabes que en ese momento, en el hoy, ese hoy al lado de quien amas te hace sentir que todo es diferente, que todo es nuevo, que todo es por primera vez y sobre todo, que nunca antes habías vivido algo tan fuerte y sientes que tu vida apenas comienza cuando le miras a los ojos a esa persona que te hace latir.

Sámuel nunca había podido conseguir que le vieran así, que le sintieran así, lo que le había hecho comprarse la idea de que quizás todos estábamos hechos de cenizas y que a medida que nos íbamos llenando de latidos aquellas cenizas se escapaban en cada suspiro, tras un beso, para llenar el espacio dentro con aire, con el sonido de un latido, con los nervios de un beso, con la excitación de una caricia, y así poco a poco la gente se volvía ligera, tan ligera que en algún momento comenzaban a despegar los pies del suelo con el mínimo viento que soplara por las tardes de otoño, él decía que por eso en otoño se caían las hojas de los arboles, porque tanta gente flotando de un lado a otro con la fuerza del viento hacia que chocaran contra las copas de los arboles hasta desprenderles el follaje, -debe ser que el frío del otoño les hace mas vulnerables a la necesidad de abrazos y besos tibios llenos de latidos- eso pensaba él.

Convencido de que dentro de él no había aire de latidos y en cambio estaba relleno de cenizas, salía por las madrugadas a caminar a la orilla del mar, esperando que alguna ola lo desmoronara,  o que el viento que agita la marea decidiera golpearlo hasta desvanecerlo, una noche, esta noche, pasaron ambas cosas, y mientras pasan, se escucho un latido tan fuerte que la palmera enana que custodiaba los zapatos de Sámuel estuvo tentada a meter sus raíces en aquel par de zapatos para echarse a correr, pero los pies de Sámuel eran muy pequeños y la arena dentro de aquel macetón era mas suave y blanda que las pierdas de la calle.

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